miércoles, 1 de abril de 2015

La primera noche en el museo (Carlos de Miguel)

Daban las diez de la noche. Pese a lo tarde que era, el museo había cerrado hace poco y los últimos trabajadores acababan de irse. La exposición sobre unas valiosísimas piedras preciosas encontradas por unos exploradores en el siglo XIX solo podría visitarse durante unos pocos días, y como resultado dicha exposición estaba siendo todo un éxito.

Solo quedaban en el museo los dos vigilantes del turno de noche.

- Escucha, novato. A veces, la primera noche en…

“¿Novato? ¿En serio? ¿Yo?”, pensó el más joven de los dos. “Además, ¿quién habla así? “Novato”. Increíble… “. Centrado como estaba en su indignación, no se había dado cuenta de que el mayor seguía hablando y de que no le estaba escuchando.

- Perdón, me he despistado.

- Céntrate, coño, novato. ¿Quieres hacer caso? Te decía que, a veces, la primera noche en el museo puede asustar un poco. No me mires así, novato, te lo digo en serio. No sería la primera vez que pasa. Hay ruidos, hay sombras extrañas… Todo eso es normal, no te preocupes.

El “novato” se llamaba Dwayne Dwarf. Irónicamente, medía más de un metro noventa y sus brazos eran gruesos como troncos. Era estadounidense, tenía casi treinta años y hacía diez que se había mudado a España detrás de una chica. Aunque la relación no había funcionado, se había enamorado del país y se había hecho rápido con el idioma. Hacía poco que había comenzado a trabajar como guardia de seguridad del museo.

Frente a él estaba Gregorio García. Era un sesentón con bigote, barrigudo y sudoroso. Era la primera vez que Dwayne coincidía en un turno con Gregorio, pero le había caído mal inmediatamente: no era solo que hablara como si hubiera salido de una película (“¡Hey, novato!”), sino que era borde y malhumorado. Además se estaba poniendo condescendiente y estaba dando por sentado que era una especie de cobarde; él, que le sacaba cabeza y media y que había sido instructor de artes marciales.

- Bien, novato, así es como hacemos las cosas por la noche: turnos de dos horas, uno se va a hacer la ronda y el otro se queda aquí vigilando por las cámaras. Pasadas las dos horas, hacemos cambio. Así hasta que lleguen los del turno de mañana. ¿Entendido?

- Sí, claro.

- Perfecto. Empiezas tú. Coge tus llaves y cierra la puerta. Ahora conecto la alarma. ¡Ah! Y el walkie en el canal 4.

- De acuerdo.

- Venga, tira. Voy a comerme el bocadillo.

- Hasta luego.

Mientras Gregorio se sentaba en la cómoda silla frente a las pantallas de las cámaras de vigilancia, Dwayne puso el walkie talkie en el canal correspondiente, se lo enganchó en el cinturón y se dirigió hacia la puerta principal. Tras cerrarla con su manojo de llaves, comenzó la ronda por el museo.

Decidió sacar provecho de su paseo: sin hordas de críos gritones y molestos a los que vigilar y reprender, tenía la oportunidad de conocer un poco mejor el museo. Se maravilló con las numerosas colecciones de hermosos insectos, caminó entre los gigantescos esqueletos de los dinosaurios, conoció un poco mejor la flora local, se sorprendió ante las extrañas formas de los fósiles de ammonites y trilobites, se encontró cara a cara con varios ejemplares disecados de enormes depredadores y pudo apreciar de primera mano la belleza de aquellos valiosísimos minerales que merecían una exposición propia. De vez en cuando, Gregorio le hablaba por el walkie para preguntarle qué tal iba, añadiendo cada dos o tres frases, por supuesto, el odioso “novato” como coletilla.

Y pese a todo… las dos horas de ronda se le hicieron largas, tenía que reconocerlo. Lo que había dicho Gregorio era cierto: el museo presentaba un aspecto muy diferente por la noche. Dwayne estaba acostumbrado al turno de mañana, con el bullicio de los visitantes y el trasiego del personal, con las amplias salas bañadas por la luz del día. Ahora, todo estaba en silencio y a oscuras, apenas iluminado por las tenues luces de emergencia. Como le había advertido el orondo sesentón, el haz de su linterna proyectaba sombras extrañas, y sus pisadas resonaban por los pasillos. A veces, se oía algún ruido leve e inidentificable en algún remoto rincón del museo. A Dwayne le molestaba admitirlo, pero lo cierto era que sí se sentía ligeramente inquieto.

Pasadas las doce, acabó su ronda y volvió junto a Gregorio. Sorprendentemente, este le sonrió y le ofreció un vaso de café caliente.

- Toma. Lo acabo de pillar en la máquina. No es muy bueno, pero te vendrá bien, créeme. ¿Cómo se ha dado?

- Todo en orden. Y… efectivamente, algo inquietante.

- ¡Aaaay, novato! ¡Te lo he dicho! –soltó una explosiva carcajada que resonó varias veces a través de las estancias y corredores- ¡A mí me encanta! Hay una tranquilidad, una paz…

Se rascó la prominente barriga, se estiró y levantó su enorme trasero de la cómoda silla. Dwayne ocupó su lugar.

- Te la he dejado bien calentita, ¿eh, novato? Bueeeenoooo… me toca. ¡Nos vemos a las dos!

Antes de que el joven contestara, Gregorio enfiló por el pasillo en penumbra y su redonda figura fue perdiéndose poco a poco en las tinieblas. Cuando Dwayne ya no pudo verle más, se recostó en la silla y pegó un trago de café. Sacó su bocadillo y empezó a comer, aunque lo cierto era que no tenía mucha hambre. Comprobó el móvil. Bebió más café. Otro pequeño bocado. El móvil. El café de nuevo. Ocasionalmente se veía a Gregorio atravesar alguna de las pantallas cuando pasaba por una zona con cámaras. Café. Móvil. Cámaras. Bocadillo. Café. Cámaras. Realmente no había mucho que hacer, pero se estaba cómodo y caliente. Dwayne se avergonzaba de reconocerlo, pero la verdad era que prefería estar allí que recorriendo el sombrío museo. ¿Pero qué le ocurría? No era típico de él sentirse así. Pero se estaba tan a gusto allí sentado… Tan a gusto…

***

Un fuerte ruido en alguna parte del museo le despertó. Mierda, se había quedado dormido. Su walkie talkie chasqueó y se escuchó la voz de Gregorio.

- ¡Novato! ¿Has oído eso?

- ¡Sí, lo he oído! ¿Dónde ha sido?

- Ni idea. ¿Algo por las cámaras?

Dwayne observó atentamente las pantallas: nada, solo enormes salas y largos corredores vacíos. Esperó.

- De momento no veo nad…

El joven vigilante se calló. Empezaban a aparecer interferencias en las pantallas. Cada vez era más difícil obtener una imagen clara. De pronto, todas las pantallas se quedaron en negro a la vez. Dwayne golpeó con el dedo, pero nada ocurrió. Justo antes de apagarse, entre las interferencias, habría jurado ver pasar a una persona.

- Gregorio, se han apagado las cámaras. No se ve nada en ninguna de las pantallas. Creo que hay alguien dentro del museo.

Abandonó su puesto y avanzó hasta la cámara de seguridad más cercana. El piloto de luz roja que debería verse encendido estaba apagado. Por lo demás, la cámara estaba en perfecto estado: la lente, los cables, el soporte… Todo intacto.

- Parece que han desconectado todo el sistema de las cámaras de vigilancia. No me gusta un pelo.

Silencio.

- ¿Gregorio? ¿Me oyes?

De nuevo silencio. Una mano invisible agarró su estómago con puño de hierro. Volvió a probar suerte con el walkie, pero otra vez sin respuesta. Se dio media vuelta y se precipitó a su puesto. Por supuesto, las pantallas seguían en negro.

Un momento… ¿Dónde estaba su manojo de llaves y su móvil? Habían desaparecido. Los había dejado encima de la mesa, estaba seguro, pero ahora no estaban allí. ¿Cuándo había ocurrido?

La férrea garra invisible estaba reduciendo a polvo sus entrañas. Quizás no era la mejor idea dado su estado, pero necesitaba estar alerta: se acabó su vaso de café de un sorbo. Se había quedado frío… y sabía raro. ¿Ya sabía raro antes? No lo sabía, no podía preocuparse por eso ahora.

Dwayne recapituló: las cámaras habían dejado de funcionar, y muy posiblemente también el resto de sistemas de seguridad habían sido desconectados. Además, creía haber visto a alguien por una de las pantallas. Y sus llaves y su móvil se habían esfumado. Estaba encerrado en el museo y sin posibilidad de contactar con nadie para pedir refuerzos. Solamente podía utilizar el walkie para comunicarse con Gregorio, pero su compañero había dejado de responder; era posible que le hubiera ocurrido algo. En definitiva, había gente dentro del museo. Gente con recursos, gente preparada y profesional. Seguramente, gente peligrosa. Y su objetivo no podía ser otro que la excepcional colección de piedras preciosas, cuyo valor era desorbitado.

Ante semejante situación, el americano se sintió despejado y con las ideas claras por primera vez en varias horas. Todos los temores irracionales se volatilizaron. Con el walkie al cinturón, la linterna en una mano y la porra en la otra, enfiló por el lúgubre pasillo con determinación.

Pobre Dwayne Dwarf. No imaginaba lo poco que tardaría en perder de nuevo su recién recuperada seguridad. El primer revés vino cuando llegó al acceso a la exposición de los minerales: la puerta de la sala estaba cerrada. Giró el picaporte varias veces, pero nada ocurrió. Sus llaves habían desaparecido, así que tendría que subir a la planta superior y dar un enorme rodeo. Sin un segundo que perder, se puso en marcha y atravesó varios corredores y estancias en penumbra, mientras el potente haz de su linterna hendía la oscuridad.

Llegó a unas amplias escaleras de mármol y empezó a subir cuando la linterna empezó a parpadear. Se detuvo en seco. No podía ser verdad. La situación se prolongó unos interminables segundos más hasta que finalmente la linterna se apagó. Una densa negrura lo engulló.

- ¡Joder!

Y por alguna extraña razón, su exclamación le sonó extraña, ruidosa e insolente, una blasfemia que había osado profanar el silencio que reinaba en el museo. Y tras desaparecer el último eco de su palabrota se instauró de nuevo el silencio, pero esta vez le pareció hostil y amenazador. Miró hacia abajo, hacia las escaleras que se perdían en un tenebroso pozo de oscuridad, donde se encontraban los pisos inferiores y los sótanos. Cualquier cosa podía acechar allí abajo.

- Vaya tontería - murmuró en voz baja. Sacudió la cabeza para quitarse esa idea de la cabeza. Cuando su vista se acostumbró a las débiles luces naranjas de emergencia, reanudó su marcha y siguió ascendiendo.

Sus pasos chirriaban sobre el entarimado de madera mientras avanzaba por la segunda planta. Decenas de negras siluetas de animales disecados iban pasando ante sus ojos, y todos ellos parecían dispuestos a abalanzarse sobre él. Volvió a probar con el walkie, pero de nuevo sin éxito. ¿Dónde estaría Gregorio, y qué le habría pasado?

Y entonces, escuchó voces. No fueron murmullos, no fueron susurros, no fueron gritos. No fue nada especialmente inquietante. Simplemente parecía una conversación entre dos o tres personas. Y aquello, en medio del pesado silencio del museo, no encajaba en absoluto; estaba totalmente fuera de lugar. Era incapaz de averiguar de dónde provenían. Todo ello le ponía nervioso: no era lógico, no era… normal.

Quizá fue consecuencia de los nervios, o fue culpa del tóxico café, o de que la temperatura parecía haber bajado varios grados, pero el retortijón en las tripas volvió a atacar con violencia, y se dio cuenta de que tenía la urgente necesidad de ir al baño. Una urgencia en el más estricto sentido de la palabra. Corrió casi a tientas hasta que encontró un aseo (en el que por suerte sí funcionaban las luces) y se precipitó dentro.

Unos minutos después salió del retrete bañado en sudor frío. Se lavó la cara y se miró en el espejo bajo los fluorescentes: sus ojos azules estaban rodeados por unas profundas ojeras, y su piel se había tornado amarillenta. No entendía nada: ni la situación que estaba viviendo, ni su reacción ante ella. Ese no era él.

Por el espejo vio reflejada una figura que cruzó de un lado a otro de la puerta.

Se dio la vuelta rápidamente y corrió fuera del baño. Sin embargo, en el pasillo no había nadie. Se quedó paralizado en el marco de la puerta, incapaz de aventurarse de nuevo en la oscuridad. Realmente no quería abandonar el servicio: aun iluminado por la fría luz de los fluorescentes, le parecía un lugar mucho más seguro y cálido que el negro abismo de locura que había al otro lado, donde se oían voces salidas de la nada y misteriosas siluetas se escabullían en las tinieblas. Tuvo que recordarse que había ladrones en el museo y que dependía de él detenerlos, y con un enorme esfuerzo salió al corredor.

“Vamos, Dwayne, ya falta menos”. Solo tenía que atravesar una zona de despachos para llegar a la otra ala del museo, y casi habría llegado. Así pues, abrió una puerta y empezó a recorrer un lúgubre pasillo secundario. Altos armarios de madera se alternaban con puertas acristaladas, y alguna silla de aspecto antiguo aparecía de vez en cuando apoyada contra la pared. Todo tenía un deprimente aspecto decimonónico, y la mortecina luz de emergencia creaba un ambiente espeluznante. El corredor estaba plagado de rincones oscuros aquí y allá; Dwayne les lanzaba miradas nerviosas, y se obligaba a seguir adelante.

Giró una esquina y allí, al fondo del pasillo, lo vio. Salía luz de una habitación y, a través del cristal translúcido de la puerta, distinguió las siluetas de dos personas. Al mismo tiempo, llegaron hasta sus oídos las mismas voces de antes, aunque ahora sabía muy bien de dónde venían. “Os tengo, cabrones”. Se acercó cuidadosa y sigilosamente hasta la puerta. Sin embargo, cuando estaba a pocos metros de ella, las voces enmudecieron y la luz se apagó. Sabían que estaba allí. Bien, se iban a enterar. Agarró con fuerza la porra y se acercó hasta la puerta. Inspiró profundamente y giró el pomo. Pero una vez más, la puerta no se abrió. Acercó lentamente la cabeza y pegó la oreja intentando escuchar algo.

Un fuerte golpe llegó desde el otro lado. Con un enorme sobresalto, Dwayne apartó la cabeza. No le dio tiempo a retirarse, porque inmediatamente la puerta se abrió. Su hercúleo cuerpo cayó pesadamente al interior con un gran estrépito. Tras unos segundos, se levantó aturdido y con el corazón a mil por hora, todavía buscando a los ladrones. Pero el despacho estaba vacío, y nadie había salido de él. Un escalofrío de terror recorrió todo su cuerpo. Aquello no podía ser. ¿Acaso se estaba volviendo loco?

Enloquecido, salió a la carrera de la habitación, recorrió lo que quedaba de pasillo y por fin abandonó aquel opresivo escenario. Salió a un gran hall, con enormes columnas y escaleras que descendían hasta la planta baja. Miró a su alrededor desorientado. Allí, colgados en las paredes, había decenas de retratos de antiguos científicos y directores del museo. Hombres serios, estirados, de sobrios ropajes negros, con frondosas barbas o poblados bigotes. Y todos aquellos vetustos caballeros, desde su elevada posición en sus elevados cuadros, miraban a Dwayne. No sabía si sería cosa de la ambarina y enfermiza luz, o un producto de su para entonces febril imaginación, pero le estaban mirando a él realmente. Ante ellos se sintió indefenso y carente de fuerzas. Avanzaba lentamente, con pasos vacilantes, y sentía sus penetrantes miradas siguiendo sus movimientos. Se giró, y entonces se sintió especialmente atrapado por la imagen de un anciano de rasgos duros y de ojos negros todavía más duros. Todo en él destilaba hostilidad y crueldad. Dwayne, al límite de sus fuerzas, no podía apartar la vista de él; se sentía hipnotizado por la visión de aquel malvado hombre.

Sintió un frío aliento en la nuca, y un ininteligible susurro en su oído. Y a continuación, una gélida mano agarró la suya. Ocurrió de verdad. Solo que, por supuesto, no había ninguna mano, ni ningún cuerpo que la acompañara. Lo que había empezado como una noche normal había conducido a una leve sensación de inquietud primero, a un intento de robo después y por último a una serie de experiencias a cada cual más terroríficas e incomprensibles. Dwayne Dwarf, instructor de artes marciales, era un tipo valiente, sereno y racional. Pero había pasado por muchas cosas esa noche, y estaba al borde del colapso. Por eso, cuando la mano invisible le agarró, se desplomó en el suelo.

***

Durante los siguientes días no se hablaba de otra cosa en los periódicos: las valiosísimas piedras preciosas recogidas durante años de expediciones por los exploradores McCloud y Herrmann habían sido robadas. Las cámaras y los sistemas de seguridad habían sido desconectados e, inexplicablemente, no habían grabado, recogido o detectado nada. Ni siquiera en los alrededores del museo, los cuales había que atravesar necesariamente para poder acceder al edificio y apagarlo todo. Los guardias no habían sido de mucha ayuda: uno de ellos, Gregorio García, había aparecido maniatado e inconsciente dentro de un cuartucho de material con un golpe en la cabeza. El otro vigilante, Dwayne Dwarf, un joven americano, estaba desmadejado en lo alto de unas escaleras del segundo piso, bajo los retratos de varios naturalistas del siglo XIX. Despertó desquiciado, repitiendo una y otra vez que el edificio estaba encantado. Análisis posteriores revelaron en su organismo la presencia de un potente combinado de psicotrópicos. Pobre hombre: drogado por los ladrones y con una crisis nerviosa de manual. No era de extrañar que fuera contando fantasiosas historias de seres de ultratumba. Al fin y al cabo, las circunstancias del robo eran un poco raras. Pero nadie en su sano juicio podía creer que unos fantasmas tuvieran algo que ver… ¿no?

JOHN SMITH (Carlos de Miguel)


Y aquí está el relato de Carlos, un habitual del certamen, que con esta, lleva tres participaciones en el mismo. Ya le pudimos leer en "Benditas icnitas", "Todo es culpa de Rocío Dúrcal" y en otro relato previo "Dinosaurios en la niebla". Además, podéis leerle en su blog "Dinosaur Renaissance" o ver su galería de DeviantArt. ¡Gracias por participar una vez más!

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